El acusado reconoció su delito, pero repitió una y otra vez que la condena era desmedida. «Era un don nadie», se justificaba. «No tenía familia, ni amigos, ni colaboraba en nada. Era mediocre en su trabajo, en sus aficiones. Ni siquiera destacaba en sus vicios. Entre siete mil millones de personas, su aportación era despreciable. Y tampoco era único, quedan millones como él.»
«Pero en su muerte», continuaba, «¡ah, su muerte! Su aportación es asombrosa. Los números no mienten. Todos los estudios eran concluyentes. Sin él todos salimos ganando, no sólo yo: ¡todos los que me escuchan viven mejor gracias a que él ya no respira! No merezco pena por matarlo. No hubo animadversión, resentimiento ni locura. Sólo la búsqueda del beneficio común. No he sesgado una vida, he podado un árbol para que crezca más majestuoso.»
El jurado no tuvo alternativa, la ley era clara, fría y precisa en la relación falta-castigo, y nadie se atrevió a defenderle en público.
Octubre de 2015