El glóbulo seguía sus instintos, exploraba, luchaba, se extinguía, vivía. Y, sin saberlo, era insignificante; sólo parte de una vida mayor: el hombre.
El hombre reflexionaba, construía, amaba, se esforzaba, moría, vivía. Pero era insignificante; sólo parte de una vida mayor: la ciudad.
La ciudad se expandía, se conservaba, tenía sus días grises y sus momentos elegres, razonaba colectivamente, luchaba por seguir creciendo, vivía. Y sólo era una pequeña parte del mundo.
El mundo sentía, evolucionaba, sentía los sentimientos de los miles de seres que la poblaban, sobrevivía en el frío vacío, sabía que algún día moriría, pero de momento vivía. Y sólo era un pequeño componente de la galaxia.
La galaxia se estiraba, se alimentaba, se comunicaba y enfrentaba a otras galaxias, luchaba por crecer, por no morir, viviendo. Pero no era casi nada en el universo del que formaba parte.
Para cada uno de ellos, las vidas de los que eran más pequeños no eran tales, sólo eran componentes de su cuerpo; y las vidas de los que eran mayores no existían, pues todos se creían autosuficientes.
Pero incluso el universo, que se expandía, mutaba, se contemplaba, se comprendía, vivía. Y, sin saberlo, era insignificante; sólo era parte de un sueño.