La llamaban la Roca del Poema, y ya de pequeño era su escondite favorito. Desde su atalaya contemplaba las Cinco Villas, el Pirineo a un lado y el Moncayo al otro, y el pueblo desparramado por la ladera, con la gente pululando entre las casas de piedra.
Los años le llevaron lejos, y la olvidó, pero cuando las nieblas ya se acumulaban en sus ojos empezó a repetir su nombre como una retahíla. Sus hijos, preocupados pero entregados, organizaron una excursión a la comarca de sus raíces. Era un sábado luminoso y fresco y la carretera apenas estaba transitada.
Al bajar del coche, caminó hipnotizado, una sonrisa en la comisura, reviviendo cada esquina de su infancia. Pronto enfiló a las afueras, hacia la colina y la Roca que la coronaba. Avanzaba sin resuello, agarrado al brazo del hijo mayor, deteniéndose sólo para seguir con más fuerza. Al llegar arriba, miró las montañas a un lado y otro, se sentó en la misma postura de antaño, y observó la vida desplegarse más allá de él.
Abril de 2013