Ella era una diosa viva, una figura de deslumbrante cristal. Su existencia le daba sentido al Universo. Su mera presencia inspiraba a los artistas. Su rostro escondía más maravillas que toda la literatura. El silencio se apartaba respetuoso ante su paso, y el sol amanecía sólo porque ella lo esperaba. Su sonrisa, sus ojos, sus manos… Todo su ser destilaba finura.
Él estaba irrevocablemente enamorado. Al verla olvidaba respirar. Al separarse languidecía. Pero había más timidez en su exiguo cuerpo que agua en los vastos océanos. Perdía un poco de esencia cada vez que ella pasaba cerca, cada vez sus ojos celestes lo iluminaban sin verlo. Y los días transcurrían llevándose su cuerpo en suspiros, su alma en sonrojos, su vida en los dolores que atenazaban su débil corazón.
Hasta que un día, estando ella presente, él terminó de diluirse, el rastro de su esencia se lo llevó una brisa. Cuando ella sintió el aire de su recuerdo, su corazón se detuvo sin saber por qué. Sus labios se desplegaron sorprendidos, gritando en silencio. Nunca lo olvidó sin recordarlo nunca.
Agosto 2008